Julio Romero de Torres (Córdoba, 9 de noviembre de 1874-ibídem, 10 de mayo de 1930) fue un pintor simbolista español. Nacido en una familia de artistas, de joven realiza una pintura regionalista, heredera de la mejor tradición española, para adherirse progresivamente a la estética del 98 y del modernismo, triunfante en España. Hacia 1908, su estética desemboca en un estilo personal que conjuga sentimiento popular y un genuino folclore, en una línea andalucísima plagada de refinamiento y embrujo. Sobresale un dibujo preciso en composiciones equilibradas de colores azulados, verdosos y, sobre todo, negros. También fue conocido por su temática flamenca y taurina, con cierto tributo a la copla popular.​ Tres etapas podemos apreciar en la obra de este pintor modernista. Una inicial, que acabaría en 1908. Una central que terminaría en 1916. Y una final, que acabaría con su muerte en 1930. Su obra mejor cotizada ha sido el cuadro Fuensanta, subastada en 2007 por 1’17 millones de euros. Algunas de sus creaciones no son ajenas al vino y a los licores. Este es el caso de “La Cordobesa”, sin datación concreta dentro de la década de 1920.

La Cordobesa (década de 1920), de Julio Romero de Torres

Julio Romero de Torres, el célebre pintor andaluz de las primeras décadas del siglo XX, famoso por pintar la sensualidad de las mujeres de su Córdoba natal, rompió el concepto de la belleza femenina. Antes de enamorar a los críticos y a la sociedad con su obra (protagonizada por la mujer delgada, morena y de ojos negros), el canon estético abrazaba la fragilidad de la mujer de la belle époque. Durante ese periodo imperaban los rasgos más caucásicos como símbolo del refinamiento y de la belleza. Sin embargo, Romero de Torres hizo jirones aquel viejo precepto. El artista, obsesionado con la belleza cordobesa, inmortalizaría con su pincel a más de una mujer. Entre ellas se encontraba Dolores Castro Ruiz (conocida como Dora), una dama cuyo retrato se convirtió en la imagen del anís La Cordobesa, gracias a un proyecto que acordaron el pintor y el fundador de la casa de bebidas, según encontramos recogido en el diario ABC.

La obsesión de Julio con la mujer morena le otorgó visibilidad. La tez oscura era repudiada por la aristocracia y las clases altas, que buscaban alejarse del modelo de la mujer campesina y de su consecuente pobreza. Pero a partir de Romero de Torres los rasgos sureños tomaron fuerza y se convertieron en el preliminar de una de las muchas manifestaciones de la liberación de la sensualidad femenina, desde el siglo pasado. La imagen de Dora, plasmada en el espirituoso, dio lugar a un nuevo canon estético. Poco después se convirtió en un símbolo nacional y erótico hacia el exterior a partir de los años 30.

Don Ramón Cruz Conde, el fundador de la bodega homónima, y el pintor eran íntimos amigos. El empresario solicitó la destreza y sensibilidad plástica de Julio para representar a la marca. El artista se entregaba al lienzo nuevamente con pasión, la misma que lo llevó al reconocimiento por cada uno de los retratos de las musas de su obra. Para ello, Romero de Torres escogió a Dora -la cupletista más famosa de la época-. Allá por el año 1925 posó para él, ataviada con sencillez, con un hombro semidesnudo y sujetando una guitarra. La sensualidad de Dora trascendió más allá de la botella de anís La Cordobesa, en la que quedó inmortalizada. Con esto las jóvenes delicadas serían eclipsadas por la carga de misterio y erotismo en cada una de las mujeres retratadas por Julio Romero de Torres.

A partir de ese momento, el símbolo de la marca se convirtió en un prototipo de la estética de la mujer española. La figura esbelta pero de fértiles caderas, la tez olivácea, la melena oscura, y los grandes ojos negros de mirada penetrante, le arrebataron el alma no solo a un pintor enamorado de su raza, sino también la de cualquier mortal de la época. De esta manera, Dolores Castro Ruiz conquistó los teatros españoles y un importante lugar en la sobremesa de las casas de nuestro país. A partir de ahí comenzaba una nueva época en la que los rasgos moriscos definirían a la mujer ibérica, representando un nuevo concepto de sensualidad que defendería a las nuestras en el exterior.

Dolores Castro Ruiz, también llamada «La Niña» fue una de las primeras tonadilleras de los años 20. Su talento fue descubierto por el empresario Antonio Cabrera Díaz. Él se encargaría de señalarle y facilitarle el camino hacia la fama. De esta manera, Dorita triunfó convirtiéndose en uno de los rostros más prestigiosos del cuplé andaluz. La pasión por la copla de la «La Niña» y su gran debut en algunos de los escenarios más importantes a nivel nacional llegó a los oídos de Romero de Torres, a quien posteriormente conquistaría con su carisma. Antonio Cabrera, vecino y amigo del pintor, organizó un encuentro y fomentó su amistad, así como la posibilidad de que se materilizara una oportunidad creativa. El empresario consideró que Dora tenía una fuerza superior en su naturaleza femenina. Una fuerza que podía convertirla en la siguiente musa que contribuyera al legado pictórico de Torres de Romero.

«La Niña» se convertiría en la dueña de sus pinceladas en dos de sus cuadros. «A la espalda de una Guitarra» y «La Cordobesa», un generoso regalo para la bodega de su amigo Cruz Conde. De esta manera, la doña del cuplé andaluz pasaría a la historia no sólo por su talento, sino por redefinir la belleza de la mujer española en una botella de anís. Aunque el pintor tenía fama de ser muy enamoradizo, Dorita no se dejó llevar por el conocido encanto del artista. Ésto le permitió contraer nupcias con el vitoreado matador de toros, «Chicuelo». La dama del anís se enamoró profundamente del torero, y con la misma pasión que se entregó en su día al escenario también lo hizo con su marido a quien se consagró, retirándose por completo de su vida artística.

«Julio Romero de Torres pintó a la mujer morena, con los ojos de misterio y el alma llena de pena». Así comienza uno de los versos de una de las muchas coplas que mitificaron la pasión de un hombre por la belleza sureña. «El pueblo dedicó canciones al pintor y poesías hiperbólicas a las mujeres de sus cuadros. Se formó a su alrededor toda una leyenda donjuanesca», escribió Lily Litvak en su libro «Imágenes y textos: estudios sobre literatura y pintura». El 10 de mayo de 1930, poco después de finalizar el cuadro «La Chiquita Piconera» (quizás su obra de mayor impacto visual), Romero de Torres exhalaría por última vez. Su muerte -sumada al hecho de que una de sus musas falleciera poco después a causa de la tristeza- estremeció a todo el mundo. Córdoba estaba de luto y España los acompañaba sumida en la pena.

Sin embargo, su obsesión por la mujer morena permanecería viva. Conchita Piquer cantaría «Adiós a Romero de Torres», de Quiroga y Valverde una de las muchas canciones que se interpetarían posteriormente en el teatro y en las plazas. Su romanticismo casi místico mereció una zarzuela, que lleva el nombre de su último cuadro «La Chiquita Piconera». Las coplas y los poemas resucitaron al pintor para permanecer vivo en la cultura popular española.

Julio era hijo de pintores y aunque desde temprana edad estuvo inmerso en el mundo artístico, su pintura fue una revelación para las estrictas academias. Fue un rebelde que plasmó más allá del folklore (por el cual se le criticó), el costumbrismo era la sangre y el espíritu de una Córdoba mística y sensual, y que rompía con las escuelas clásicas y refinadas. Con el tiempo el realismo en su pintura, así como la esencia en la mirada de cada una de sus musas lo convirtió en uno de los grandes genios de la pintura española. Julio Romero de Torres salvó a la belleza racial de morir entre la vulgaridad de los templos del vicio y del trabajo esclavo en los campos, para convertirla en el nuevo mito erótico tras su muerte.

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Un artículo de Alberto Muñoz Moral
Responsable de Comunicación de Licores Reyes