José Romano Gutiérrez-Solana y Gutiérrez-Solana (Madrid, 28 de febrero de 1886 – ibídem, 24 de junio de 1945), conocido como José Gutiérrez-Solana, fue un pintor, grabador y escritor expresionista español. Su obra no fue ajena al vino. Esto lo podemos comprobar en alguna de sus obras, como “La vuelta del indiano”, fechado hacia 1924.

Fuera de la influencia que en él ejercen los pintores del tenebrismo barroco, en especial Juan de Valdés Leal, tanto por su temática lúgubre y desengañada como por las composiciones de acusado claroscuro, es patente la influencia de las Pinturas negras de Francisco de Goya o del romántico Eugenio Lucas. Su pintura es feísta y destaca la miseria de una España sórdida y grotesca, mediante el uso de una pincelada densa y de trazo grueso en la conformación de sus figuras. Su paleta tenebrista resalta el oscurantismo de la España del momento. Su obra puede estructurarse en torno a tres temas: las fiestas populares (El entierro de la sardina), los usos y costumbres de España (La visita del obispo) y los retratos (1920, Mis amigos). Su pintura, de gran carga social, intenta reflejar la atmósfera de la España rural más degradada, de manera que los ambientes y escenarios de sus cuadros son siempre arrabales atroces, escaparates con maniquíes o rastros y ferias dignos de Valle-Inclán (por los que sentía especial predilección), tabernas, “casas de dormir” y comedores de pobres, bailes populares, corridas, coristas y cupletistas, puertos de pesca, crucifixiones, procesiones, carnavales, gigantes y cabezudos, tertulias de botica o de sacristía, carros de la carne, caballos famélicos, ciegos de los romances, “asilados deformes”, tullidos, prostíbulos, despachos atiborrados de objetos, rings de boxeo, ejecuciones y osarios.

Desde el punto de vista temático, Solana concentra su obra, a lo largo de todo su proceso creador, en argumentos concretos, en escenarios recurrentes: escenario de carnaval y fiestas, escenario costumbrista, escenario femenino, escenario con tauromaquia, escenario con retrato, escenario de religión y muerte y, finalmente, escenario con naturalezas muertas. Todo un universo plástico que en ocasiones nos ofrece entremezclado, como en Lola la peinadora, en la que, con el subterfugio de una escena costumbrista, realiza un magnífico retrato de la peluquera, o en La vuelta del indiano, donde los nueve retratos individualizados se agrupan bajo el pretexto de una escena habitual. En sus escenarios costumbristas relata siempre una historia relacionada con el personaje representado. En La vuelta del indiano narra una escena habitual en las tierras del norte, donde el regreso del emigrante se celebra con una reunión de amigos, allegados y otras gentes, como el cura o el boticario, ajenos sin duda al personaje pero testigos fieles de su triunfo. Para Solana, cuyo abuelo había sido emigrante en México, el tema era muy familiar. Sobre la mesa, cubierta con un gran mantel recién sacado de las arcas, una botella de ron, una gran caja de puros y, presidiendo, una colineta, la tarta preferida del pintor. Pinta a los personajes en el momento del brindis, tras haber relatado sus duras vivencias; los recuerdos afloran en sus rostros tristes y en su mirada perdida; la fidelidad se reserva para el perro, posiblemente Canelo, su propio animal de compañía.