La colaboración entre pintores en los Países Bajos fue hecho habitual en su comunidad artística. La especialización que se había producido en la pintura con unos géneros que, durante este siglo XVII, adquieren su independencia, propició estas asociaciones entre dos o más pintores, aunque de esta organización y división del trabajo existen ya ejemplos relevantes en la centuria anterior. “La rendición de los rebeldes sicilianos a Antonio de Moncada en 1411” es el resultado de la cooperación entre dos pintores: David Teniers II, que realizó las escenas con las figuras, y Jan van Kessel I, quien ejecutó las cenefas decorativas que enmarcan dos episodios, de un ciclo de veinte, que narran las hazañas de los hermanos Guillermo Ramón Moncada y Antonio Moncada, nobles sicilianos de origen español.

TENIERS II, David y KESSEL II, Jan van_La rendición de los rebeldes sicilianos a Antonio de Moncada en 1411, 1663_ 388 (1969.15) / Stitched Panorama

Los cobres del Museo son el resultado de la cooperación entre dos pintores que, en esta ocasión, firmaron ambos sus trabajos. Se trata de David Teniers II, que realizó las escenas con las figuras, y de Jan van Kessel I, especializado en naturalezas muertas con flores, insectos y animales, que ejecutó las decorativas orlas que enmarcan los dos episodios. En el caso de Teniers, estas dos pinturas constituyen un referente interesante que nos permite apreciar cómo el artista abordó un tema, el histórico, poco frecuente en su carrera. Teniers II y Kessel I colaboraron en otras ocasiones. Según información recogida en la web del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, “en la orla que encuadra el episodio histórico, los distintos objetos configuran una alegoría de los cinco sentidos: los instrumentos musicales y las exóticas aves cantoras representan el oído, el contraste entre el acerado brillo de las armaduras y la suavidad de los lazos y colgaduras nos remite al tacto, las flores y coronas son símbolo del olfato y el juguetón amorcillo que sostiene una copa de vino junto a unas garrafas alude, cómo no, al gusto, mientras que el cromatismo contribuye al esplendor visual de la propia obra de arte”.

Entre los autores griegos y romanos se estableció un lenguaje básico para hablar del gusto del vino, el cual fue redescubierto en la Baja Edad Media y se convirtió en lugar común en el Renacimiento. A partir de la clasificación de Aristóteles, que distinguía unas categorías muy parecidas a las actuales de dulce, salado, amargo y ácido, se definía el gusto de los vinos en el Renacimiento y en el resto de la Edad Moderna cuando se multiplicaron los tratados sobre vinos o los relatos de viajes en los que se aludía al mismo. Pero además el gusto y el olfato permitían identificar si un vino era excelente, bueno, mediocre o malo, por una parte, y si era apropiado para el bebedor y sus circunstancias personales, por otra. Lo primero era muy relevante porque muchos de los vinos se conservaban poco tiempo y por lo tanto lo primero que había que determinar era si un vino se hallaba enfermo o no, y al tiempo si había sido modificado mediante la adición de sustancias externas (desde agua hasta colorantes, pasando por diferentes sabores). Lo segundo tenía que ver con la visión hipocrática-galénica de los humores-temperamentos y el papel terapéutico del vino como alimento cálido, en diferentes grados, que podía equilibrar los humores y preservar o restablecer la salud, y debía en consecuencia corresponderse con los rasgos fisiológicos del bebedor.

Se detalla en la web del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza que “hasta el siglo XIX, se mantuvo este lenguaje básico de descripción de los sabores del vino en función de las categorías simples del gusto, de la bondad apreciada por los catadores y de la adecuación potencial del vino a diferentes personas en distintas situaciones. No cabe encontrar en los textos modernos el despliegue de símiles y metáforas que en nuestros días describe la experiencia gustativa y olfativa de beber vino. En el siglo XIX, la química orgánica empezó a interesarse por las sustancias existentes en los vinos que les otorgaban su gusto: el éter enántico, los aceites etéreos, por ejemplo. Paralelamente, los críticos gastronómicos y enológicos crearon un vocabulario más amplio que trataba de expresar características organolépticas de los vinos. André Jullien publicó en 1816 su Topographie de tous les vignobles connus,en el que presentó un vocabulario que sería reutilizado por muchos autores durante el resto del siglo. Todos los términos de Jullien siguieron empleándose a lo largo del siglo y fueron completados por otros en los diferentes idiomas, al tiempo que se desarrollaban formas literarias que, más que describir sabores, trataban de evocar sus características y sus efectos sobre el bebedor. Pero también permanecieron las viejas categorías de bondad subjetiva, sin precisiones ni descripciones adicionales, en las que la fiabilidad se otorgaba al gusto reconocido de los que las emitían. Únicamente en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, sobre todo a partir de la década de 1960, surgió un amplísimo vocabulario que de forma gradual fue complicando la descripción de los sabores-olores y remitiéndolos a componentes objetivos del vino. Los enólogos de la Universidad de Davis, en California, en los años setenta, con su Wine Aroma Wheel, y el enólogo francés, Émile Peynaud, cuyo libro Le goût du vinfue publicado en 1983, están detrás de este proceso de construcción de un lenguaje amplio, con vocación de objetividad, que se ha completado con la construcción de índices precisos para la medida de la cualidades gustativas de los vinos, entre los que el más conocido es el de Parker”.

TENIERS II, David y KESSEL II, Jan van_La rendición de los rebeldes sicilianos a Antonio de Moncada en 1411, 1663_ 388 (1969.15) / Stitched Panorama

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Un artículo de Alberto Muñoz Moral
Responsable de Comunicación de Licores Reyes